Eliézar Romero, entre lo desapercibido y lo hilarante.


Eliézar Romero (seudónimo de William Edgardo Siliézar Romero) nació el 16 de marzo de 1996 en San Salvador. Se interesó por la literatura mientras cursaba el bachillerato en el Instituto Nacional Maestro Alberto Masferrer por la influencia de su profesor de lenguaje y literatura. Durante esos años escribió sus primeros cuentos y poemas sin el interés de dedicarse a la escritura en el futuro, pues sus intereses fueron desde la adolescencia la música y el teatro.
Entre sus influencias literarias se encuentran George Orwell y la novela “1984” y Vladimir Nabokov con “Lolita”. No obstante, es amante de la poesía de autores como Anne Sexton, Ezra Pound, Alejandra Pizarnik, Alfonsina Storni y Charles Baudelaire.
Eliézar Romero destaca en su literatura por abordar temas que bien podrían pasar desapercibidos, pero mediante su pluma puede hacer de ellos hilarentes obras literarias. El salvadoreño común se ve reflejado en los personajes de sus textos, haciendo parecer al lector que está reviviendo una anécdota contada por otra persona. A continuación, compartimos contigo una de la obras de Eliézar Romero.

«EL HORMIGUERO »
Aquella casa, aquella en la que solía vivir, era en términos generales un hormiguero. Tenía catorce años cuando nos mudamos con mi familia a esa casa. La dueña era mi tía, la hermana menor de papá. Era una casa en cuya fachada tenía dos ventanas, una junto a la otra, protegidas por balcones y una puerta también con balcón.
Al entrar a la casa había dos gradas, al subirlas estaba la sala, luego, a mano derecha había otra grada y estaba el comedor y la cocina. Por una extraña razón en esa parte de la casa había demasiadas hormigas.
Recuerdo que una noche, cuando regresamos de misa, encontramos un puñado de hormigas encima de las cacerolas con comida que había en la cocina. Mi madre dejó preparada la cena antes de ir a la iglesia y la cubrió con una manta que tenía unas gallinas estampadas .
Mi padre al ver eso corrió a su habitación, levantó el colchón de la cama en la que dormía con mamá y sacó un billete de cinco dólares para comprar pupusas y así tener cena. Mi madre al ver como las hormigas se paseaban sobre los macarrones que había preparado no pudo evitar sentirse furiosa, y yo, no pude evitar no vomitar.
– ¡Qué barbaridad! – repitió mi madre una y otra vez mientras vaciaba la cacerola en el bote de la basura – ¡Están en toda la comida!
Sin embargo, mi madre no estaba furiosa sólo porque las cochinas hormigas se paseaban por nuestra comida esa noche, sino porque mi padre corrió a sacar el dinero que tenían guardado debajo de su colchón, pues días atrás acordaron que ese dinero se tomaría cuando hubiese una verdadera necesidad. No teníamos mucho dinero. En realidad, mi padre no tenía ni trabajo, la única que trabajaba en ese momento era mi madre como limpiadora en una fábrica textil en la calle a San Antonio Abad.
Mi padre regresó con las pupusas poco después, las había comprado todas de frijol con queso porque eran las más baratas, y de camino a casa, pasó a la tienda de don Juan a comprar una SalvaCola de sesenta centavos. Cuando llegó, me pidió que limpiara la mesa con un trapo y regara agua con detergente primero por las hormigas que se cruzaban de un lado a otro, mientras que a mi hermana le pidió que sacara los platos y vasos para servir.
– ¿Y tu madre? – le preguntó mi padre a mi hermana.
– En el lavadero con la cacerola – respondió.
Mi madre estaba de pie ante el lavadero, con la luz del patio apagada, bajo la lunada que hubo aquella noche. Mi padre se acercó a ella, le dijo que ya estaba servido y cuando se volvió para ir a comer mi madre lo haló del brazo y le dijo:
En la otra casa nunca nos pasó algo como esto.
Lo sé – respondió mi padre sin siquiera verle con claridad el rostro.
– Esta casa es un asco – agregó mi madre – Hoy en la mañana, cuando me levanté, encontré la pared llena de hormigas, era una fila enorme que no entendí de donde salía y hacia donde iba. Se han hartado nuestra cena y tuve que botarla ¡qué pecado!, ayer la Ale me dijo que las hormigas le habían picado en su cama.
– Hay que revisar bien antes de acostarnos – respondió mi padre – Todo estará bien.
– Eso lo vienes diciendo desde hace tiempo – dijo ella con enfado – Lo dijiste cuando el banco nos quitó nuestra casa y mira donde hemos venido a parar.
Mi padre guardó silencio y escuchó a lo lejos cómo yo reía, porque mi hermana se había quemado el cielo de la boca con el queso derretido de las pupusas.
Los cipotes ya están comiendo – dijo mi padre después del silencio – Vamos a cenar.
Al día siguiente, mi madre se levantó temprano. Preparó una taza de café como lo hacía todas las mañanas antes de salir de casa. Cuando quiso endulzar el café tomó el recipiente plástico donde mantenía el azúcar y notó a un grupo de hormigas sumergidas en aquellas montañas de dulzura.
¡Pero qué babosada! – exclamó y de inmediato tiró el recipiente a un lado.
Buscó periódico, fue a la cocina, encendió un quemador y le prendió fuego a un pedazo de papel. Lo acercó a las hormigas que estaban en la misma pared que le había comentado a mi padre una noche antes y poco a poco fueron cayendo chamuscadas al piso una por una. Luego, buscó plastilina en unos cajones y selló todos los agujeros que tuvo a la vista.
Mi padre se levantó al sentir el olor a papel quemado y vio a mi madre limpiándose la frente de sudor. Eran quizá las seis de la mañana. Al verla en el afán, pasando el papel periódico con fuego en la pared,le preguntó qué estaba haciendo. No obtuvo respuesta inmediata, hasta unos segundos después.
-Toma tu celular, le hablas a tu hermana y le dices que esta casa no sirve.
– ¿Sólo porque hay hormigas? – preguntó mi padre – Estuvo abandonada por mucho tiempo, es normal que las haya ¿no crees?
– No me importa – respondió mi madre – Sabes que soy una mujer asquerosa y mis hijos no vivirán entre insectos. ¡Esas animalas son chucas! Le llamas o le prendo fuego a esta mierda.
– Mi padre soltó una risa.
– ¿Y a donde nos iremos si haces eso? – preguntó después.
Mi madre no respondió.
– Creo que estás un poco estresada – añadió mi padre – Llegarás tarde al trabajo. Dame eso, yo termino de quemarlas. Cuando regreses en la noche no verás más hormigas
– ¡Se han metido en el azúcar! – dijo mi madre señalando el recipiente tirado en el piso – Se pasean por la taza del inodoro. Se han subido a mis pies. Dime qué harás.
Entonces me desperté y vi a ambos discutiendo en la cocina.
– ¿Qué pasa? – pregunté todavía adormitado – ¿Por qué huele a quemado?
– Es el cerebro de tu papá el que se está quemando porque no encuentra qué coño hacer.
Mi padre se echó a reír.
– ¡Te parece chistoso toda esta situación! – dijo mi madre exaltada.
– Claro que no – respondió mi padre con serenidad – Debes ir a trabajar. ¿Te acompaño a la parada de bus?
– Mira hijo – dijo ella – Lava todos los trastes, se han paseado por todos. No quiero que te enfermes. Lávalos con el pedazo de mascón que está en el lavadero. Después que les hayas sacado el jabón echa el chorro y los vas pasando uno por uno ¿entendiste?
Yo asentí con la cabeza.
Mi padre acompañó a mi madre a la parada de buses esa mañana. Cuando regresó tomó la plastilina que ella había dejado sobre la mesa y rellenó todos los agujeros de las paredes de la sala, los cuartos, el baño y hasta el patio. Durante la tarde, mientras mi hermana y yo hacíamos la s tareas de la escuela, mi padre salió a comprar un veneno para matar toda clase de insectos y lo esparció en diferentes espacios de la casa.
Para cuando mi madre regresó, no sólo se encontró con una casa sin hormigas a la vista, sino también con los sillones en diferente posición, así como todos los otros muebles de la sala y cocina, pues mi padre los había reubicado.
Vivimos en esa casa durante dos años y medio, sin mayores avistamientos de hormigas como al principio. Cuando mi padre consiguió trabajo nos mudamos a otra casa que estaba a unas cuantas cuadras de esa, ya que mi tía estaba por vender el hormiguero.
En la nueva casa no había hormigas, era un poco más grande y estaba en mejores condiciones, pues ni goteras tenía; lo único que sí había era ratones que corrían por nuestros pies mientras veíamos la televisión, nada que otro veneno revuelto con puñitos de macarrón no pudiera resolver.
Recuerdo que el primer día que fuimos a ver la casa nueva encontramos los restos de un gato muerto cerca del lavadero.