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Lady Bird: Entre el amor y la atención

Lady Bird: Entre el amor y la atención

Por: Lydia Salinas García

Recuerdo a la perfección la primera vez que vi Lady Bird (2017, Greta Gerwig). Había ido al cine con mi tía, hermana de mi padre, nos había tocado una sala relativamente vacía. Apareció el primer cuadro: Christine McPherson (Saoirse Ronan), ferozmente autoproclamada Lady Bird, durmiendo cara a cara con su madre; escena descrita bella y acertadamente en el guion como “a modern-day romantic Mary Cassatt rip-off painting of motherhood”. El tierno retrato de madre e hija es interrumpido cuando terminan de escuchar The Grapes of Wrath en el coche y Lady Bird quiere poner música. Marion (Laurie Metcalf), la madre, quiere disfrutar un poco el silencio. Algo revienta, casi de la nada: Lady Bird se queja de su aburrida vida y Marion le recrimina su nivel de dramatismo. En ese momento, mi tía y yo dejamos de ver la película un par de segundos; ella me dijo:

—Así es mi…

—Mi papá —yo le completé, entendiendo de inmediato a qué se refería; aquella característica que le atribuimos a madres y padres y que ocasionalmente confundimos con reciprocidad, consideración o exigencia, no es más que una cuestión de atención. Atención a quiénes somos y con quiénes estamos.

Lady Bird no se reduce a ser el retrato de una época, que bien nos queda claro lo icónicos que pudieron haber sido los 2000 occidentalmente hablando. Lady Bird es el retrato de un momento en la vida, con todos los aspectos hartantes y ridículos que parecen caracterizar la adolescencia: la necesidad de una identidad única, la incomodidad del amor y el desamor, las frágiles amistades, los arranques emocionales y, sobre todo, las relaciones con los padres.

Lady Bird se ha aprovechado de lo que significa tener una búsqueda identitaria “común”. No todo el público habrá sido adolescente en los 2000, pero claramente Lady Bird ha tocado aquellas fibras sensibles que no envejecen con facilidad, tanto en cuestiones de apariencia como de comportamiento. Ejemplo de ello es la afirmación visual de que, en algún punto, las cosas que llevas encima —desde el color de tu cabello hasta tus collares y pulseras— se vuelven una parte fundamental no sólo de tu imagen, sino de tu persona. El simple hecho de usar el suéter de tu amiga, ante el desconocimiento de tu madre, no es un acto al azar, es una muestra de tus actitudes y tus vínculos. La construcción de Lady Bird representa la devoción a ser tú misma, aunque primero tengas que ser otra persona.

Probablemente el amor adolescente sea una de las cosas que más vergüenza genera con el paso del tiempo. Quizás en algún punto hayamos encontrado el diario de aquellos días y nos habremos apenado por ese descubrimiento. Aún así, esta película nos sugiere que el negarse a olvidar es un acto femenino: Lady Bird escribe en las paredes de su habitación, como si fuera su propia carne, los nombres de Danny (Lucas Hedges) y Kyle (Timothée Chalamet) —formando la trifecta de ensueño de A24—, como si eso asegurara la importancia que tendrán en su vida. A pesar de lo pequeño que pudo ser esta acción, Lady Bird nos abraza con su universalidad y nos recuerda que el cine se nutre de estos detalles personales: si la escena genera identificación, nosotras —público— hemos encontrado consuelo y compañía.

Se ha definido a esta película como una historia de amor entre una hija y su madre, con los altibajos que a veces queremos ignorar. Y puede que esa definición sea la correcta, especialmente cuando Lady Bird, teniendo cada vez más destellos de ser Christine, logra su objetivo: estudiar la universidad en Nueva York. Antes de dejarla en el aeropuerto, Marion pasa días sin hablarle. Creemos que está furiosa debido a que todo fue planeado a sus espaldas. Nuevamente vienen los recuerdos de algún momento de la adolescencia. Al principio, tomar decisiones sin mostrar la consideración de siempre lo tachan de ser un acto egoísta, pero Lady Bird lo muestra de una manera más clara: en realidad es la madre lidiando con el sentimiento de dejar ir a su propia hija: ella estará fuera de su futura vida universitaria, afectada por la necesidad de alejarnos de aquello que consideramos rutinario y, por consiguiente, perjudicial.

Ahí radica la magia de Lady Bird: una película que se siente muy personal al contar la historia de una chica buscando su identidad a la par de que rompe y pega vínculos, pero logra cautivar al darle su lugar adecuado a aquellos momentos que nos avergonzaron y que incluso nos dolieron. Lady Bird es el recordatorio de que quizás lo conocido no es tan malo como creemos: es una cuestión de atención, o amor, que al parecer son la misma cosa.

Sobre la Autora

Lydia Salinas García

Mexicana. Comunicóloga, amante de las letras y del cine, con el sueño de ser guionista. Ha participado en varios cortometrajes de ficción como asistente de dirección y guionista. Dirigió un corto documental llamado En el haz de la tierra (2019). Actualmente es asistente de investigación de Pola Weiss: Documental.

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