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HSTORIA DE UNA FOTOGRAFÍA -Memoria de Francisco Andrés Escobar

HSTORIA DE UNA FOTOGRAFÍA -Memoria de Francisco Andrés Escobar

Por: Álvaro Darío Lara.

A José Cal Montoya, historiador.

Unos meses antes de su transición, el profesor, escritor y poeta Francisco Andrés Escobar (1943-2010) me encontró en los pasillos del Edificio de Comunicaciones (que ahora lleva su nombre) de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA) y me dijo, con esa su voz suave, melodiosa e inolvidable, si tenía tiempo para conversar unos minutos. No tenía clases próximas con mis estudiantes, así que, respondí que sería un gusto, y lo seguí hasta su pequeño cubículo.

Francisco (como siempre lo llamé), me preguntó cómo estaba, y las formalidades de cualquier inicio de plática. Me confió que ya estaba cansado de revisar tantos exámenes y trabajos, corrigiendo ortografía, redacción, gramática; sin duda, extrañaba las épocas en que había ofrecido otras materias como la Teoría Literaria, la Estilística, la Poética, que sirvió en la desaparecida carrera de Letras, donde yo había sido su inquieto e irreverente alumno.

De pronto, extrajo de una gaveta de su escritorio un fólder dentro de un sobre manila, que contenía algunas fotografías. Y vaciándolo, me extendió una en particular, mirándome con curiosidad y preguntándome si la reconocía. Le expresé que por supuesto, era una vieja imagen donde aparecía él, junto a unos estudiantes de Letras de la universidad, al momento de entregar regalos y quizás diplomas a un grupo de niños.

El que veía a la cámara era yo, estrechando la mano de un niño. El año era 1986 y el lugar, la Comunidad “El Tránsito” del otrora municipio de Cuscatancingo, al norte de la ciudad de San Salvador.

Fotografía de Álvaro Lara en la Comunidad “El Tránsito”.

Y es que Paco (ahora lo llamo así porque ya no está en esta tierra) nos había “reclutado” con mucha persuasión y don de gente, para que nos integráramos a un proyecto que había nacido de su generoso corazón: un curso de verano para los niños y niñas que habían sido afectados en esa comunidad por el reciente terremoto de octubre (por cierto, un 10, el día de su cumpleaños).

Paco explicó en clase, que, como sabíamos, el año escolar se había suspendido, y estos niños, al igual que miles en el país, estaban desatendidos, y que, ese tiempo “libre”, pasados los socorros materiales del caso, los había sumido en mucha tristeza; que haríamos un gran bien a ellos y a sus padres, asistiéndolos pedagógicamente, y que fuéramos creativos, lúdicos, solidarios.

Yo no era, precisamente, ningún buen samaritano, pero a pesar, que la personalidad y el tono de Paco, suplicante, nunca me agradó de jovencito, ya que lo encontraba muy melodramático, no sé por qué en realidad, pero me integré, junto a dos compañeras. Ellas se encargaron de la gramática y la ortografía, y yo les di, por pedimento de Paco, un curso de Literatura. Todos entregamos a Paco un proyecto, con objetivos, temas, alcances, metodología, recursos y todos esos detalles.

Recuerdo que lo desarrollamos a fines de octubre, a lo largo de noviembre y una semana de diciembre, y fue muy hermoso. Los cielos eran intensamente azules, la zona aún muy rural, y ese aire vacacional y feliz, pese al terremoto y a la guerra de entonces, nos envolvía gratamente.

Nunca formalicé las horas sociales, que Paco nos ofreció. Me acordé de ellas hasta finalizar mis estudios, años después, y lógicamente, ya no existía ningún registro, ni tampoco me preocupé por gestionar esos créditos. Me quedó siempre el recuerdo del cielo, de las flores silvestres y de los niños, que escuchaban atentos los versos de Espino, o las narraciones de Claudia Lars en “Tierra de infancia” que les leía con el entusiasmo de mis veinte años.

Álvaro Darío Lara junto a niños y niñas del «Curso de verano» organizado por Francisco Escobar.

La plática siguió con Francisco. Me dijo cómo me veía cuando había sido su alumno: un tanto “hosco”, como envuelto en una coraza de púas, como un puercoespín. Le dije que era cierto, que así me le presentaba a él. Le conté que había llegado muy niño, con apenas 17 años a sus clases, meses antes había muerto mi abuela materna; y apenas un año antes, mi padre. Ambos murieron en casa de enfermedades terminales, y a ambos los vi morir. Eso quizás, el carácter tan pragmático de mi padre, y mis lecturas de Hemingway, me habían vuelto mentirosamente “duro” e “insensible”.  Paco sonreía. Me habló de sí mismo, de su hijo, de lo que había vivido con él; había un solemne silencio entre ambos; yo hablé, quizás también, con profundidad. No era necesario que fuéramos tan explícitos, se sobreentendía lo que salía de nuestros corazones.

Paco, me pidió que le devolviera la fotografía. Ofrecí sacarle una copia, y devolvérsela a la brevedad. Esa ocasión nunca llegó. Al poco tiempo, Francisco murió. Seguramente ya estaba enfermo. Entonces comprendí, que se había despedido de mí. Del alumno irreverente y quizás grosero que fui, pero a quien él apreció verdaderamente.

Francisco Andrés Escobar vivió cómo pocos su magisterio. Se daba por completo, nos leía, nos dramatizaba. Sus clases era amenísimas, llenas de referencias y ricas anécdotas. Fue un formador de maestros en el mejor sentido. Recuerdo que al final de Estilística, nos hizo que le mostráramos nuestros cuadernos de apuntes. Quería cerciorarse que, si alguna vez, explicábamos los temas de la poesía libre y medida, tuviéramos los conceptos y los ejemplos a mano. Así era Paco.

El mozalbete de ayer, sabía cuánto valía. Pero en ese entonces, rechazaba toda afectividad, estaba muy herido, muy huérfano, muy confundido.

Creía que todo lo que había leído, y mi aprendizaje con mis padres, era más que suficiente, y veía con desdén a condiscípulos y maestros. Sólo el tiempo se encargó, a fuerza de golpes y experiencias, de ponerme en su lugar.

Álvaro Darío Lara.

Cuando obsequié a Paco, mi primer libro de poesía “Vitrales” en 1987, recuerdo que me expresó: “Alvaro, cómo se parecen los libros a sus autores”. Hacía alusión a esa sensibilidad, a esa estética, a esa imaginería, que conoció de mí, sin yo proponérmelo.

Recuerdo las actuaciones de Paco en el Teatro Nacional. Un gran actor, un actor nato. Y sus referencias, casi obsesivas a Lorca, a Claudia Lars, al cine italiano de posguerra, a Escobar Velado. Tenía una concepción del artista, sufriente, que a mí se me antojaba repulsiva, sólo pesaba en esos cuadros de la sangría católica y barroca, en las Dolorosas y los Nazarenos de la Semana Mayor. Yo vivía al límite en esos días, sin importarme nada, salvo lo que escribía y leía. Huía del sufrimiento. Lo odiaba. Lo creía patrimonio de los débiles.

La labor de Paco dentro de la UCA fue infatigable, creó los “Mediodías culturales”, que solían ser los sábados a las once, en los espacios de la UCA, donde se proyectaban obras de teatro, recitales, presentaciones de libros, entre otras actividades. Así mismo, publicaba continuamente en el legendario “Taller de Letras”, órgano del Departamento de Letras de la universidad. Fue miembro redactor de la prestigiosa revista “ECA” en esos difíciles años, y estimuló cantidad de jóvenes vocaciones literarias, entre sus alumnos.

Recorrió el país siempre en busca de la convivencia, la escucha, la solidaridad con los más pobres y marginados, y todo ello alimentó su prosa de costumbres, sus narraciones, su interés de escritor nacional, donde el habla popular, la expresión de los salvadoreños del barrio, del campo, de la periferia de las ciudades, con sus “cuitas” –como él decía- sus decires, su mundo de sufrimiento, de grandezas y de miserias, lo atraía muy especialmente.

Su labor como escritor dio a la imprenta varios libros en poesía, cuento, crónica y una biografía del poeta Alfredo Espino. Pese a ser un estupendo maestro de Letras, Paco no era graduado en esa especialidad; ya que sus títulos eran de Trabajo Social y de Ciencias Políticas, sin embargo, tenía el talante académico, prueba de ello, fueron sus análisis literarios, sus prólogos, y, sobre todo, algunos de sus ensayos, donde lo recuerdo, en aquella época, muy influido, como tantos en la UCA, por el filósofo español, Xavier Zubiri (1898-1983).

Su poesía, muy tradicional y de corte lírico, alcanzó gran intensidad, en su canto a los padres jesuitas asesinados en noviembre de 1989. La muerte de todos ellos y sus colaboradoras, lo marcó profundamente. Pienso que fue una herida de la que nunca pudo recuperarse. Esa etapa “épica”, “gloriosa”, “martirial” de la UCA, en su decir, se lo llevó. No pudo volver a reencontrarse con la universidad. Mucho de él, también, había muerto en 1989.

Para 1995, el Estado salvadoreño, le otorgó, merecidamente, el Premio Nacional de Cultura, por toda una vida dedicada a la educación y a la literatura.

En 1999, con motivo de la conformación del Jurado para el Premio Nacional de Cultura, fuimos invitados por el entonces, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CONCULTURA) un grupo de escritores: Waldo Chávez Velasco (1932-2005), Luis Salazar Retana (1943-2016), Francisco Andrés Escobar, Edgar Gustave y su servidor, para deliberar sobre el ganador del Premio, que ese año, fue en la rama de Dirección Teatral. Recayendo la presea en la actriz y Directora de Teatro, Dorita de Ayala. Por cierto, un fallo que incomodó notablemente a nuestro querido Álvaro Menéndez Leal, provocándole un fuerte cuestionamiento a mi persona, y que terminó arreglándose con unas ricas pupusas y un caliente chocolate en su casa de Planes de Renderos, y cuya historia compartiré en otra oportunidad.

Las jornadas de deliberación del Jurado fueron muy enriquecedoras, ya que nos acercaron y ofrecieron la posibilidad de intercambiar muchos aspectos de la vida cultural y artística del país de aquellos años.

Recuerdo, si no me falla la memoria, que, por invitación, de las autoridades de CONCULTURA, asistimos al acto de premiación de ese Premio Nacional de Cultura de 1999, que se llevó a cabo en la antigua Casa Presidencial de San Jacinto. Creo que nos fuimos juntos con Paco en un taxi.

Lo que rememoro nítidamente, es que, al subir las escalinatas hacia el segundo piso, Paco, quien no llevaba traje, me dijo: “Álvaro, lo lamento, mire cómo vengo, nunca he soportado los trajes, me dan un terrible eczema en la piel”.  De nuevo, así era Paco: con sandalias, una playera, sus vaqueros, un zurrón al hombro, callado, muchas veces, cabizbajo, con su abundante cabellera entrecana. Él solía decir, con orgullo, que pertenecía a esa época maravillosa de las flores, en alusión a los años sesenta.

Desbordante en sus clases, pero ensimismado en los correderos de la UCA, como muy dentro de sí, absorto a los demás. En ocasiones pasaba al lado de estudiantes y profesores, y no saludaba. Sabe Dios qué ángeles o demonios llevaba. Mucha vida interior la de Paco, mucha vida de solitario también. Mucho callar. Sin embargo, el Paco mentor era muy diferente, maravilloso, efusivo, radiante, transmitía como nadie la pasión por la lectura, por los libros, por los autores.

Ahora, con motivo, de un aniversario más de su natalicio mientras cae una lluvia fina en Santa Tecla, lo recuerdo vívidamente, leyéndonos a un grupo de párvulos, el “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías” de su venerado Federico García Lorca, siempre evocando al poeta granadino, al por qué tuvo que tomar ese tren de Madrid hacia su infinita muerte.

 ¡Hasta siempre, querido Francisco Andrés Escobar!

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