
Hasta luego cocodrilo
Por: Álvaro Darío Lara.
A Dylan Magaña
¿Dónde está mi patria?
No puedo ya volver:
está conmigo
Saúl Ibargoyen
Ahí estoy en la vieja casa de la Trece Calle Oriente, un sábado por la tarde, iniciando la pubertad, todavía emocionado jugando con la perra, lanzándole una dona de goma y gozando de verla correr y deslizarse sobre el pulido lustre de las baldosas del corredor. Mientras mi padre ronca escandalosamente. A veces se detiene, causándonos un miedo terrible, ya que tememos se ahogue, pero luego viene otra vez el resoplido atroz, y sigue durmiendo. Siempre duerme la siesta después del almuerzo, y de pronto me llama con su autoritaria voz, para pedirme literalmente que pare de joder a la blanca pequinés y que lo deje descansar finalmente.
Después de minutos de silencio, nuevamente son los ladridos de la perra y mis risotadas. Entonces, para librarse de mi desesperante presencia, me envía a la calle, imperativamente, a traerle el periódico vespertino, el famoso diario “El Mundo”, cuyo puesto de venta más inmediato y seguro está situado en la esquina de un restaurante de comida rápida, frente al parque Morazán y esquina opuesta al Teatro Nacional.
Recuerdo perfectamente a la viejecita indígena, renegrida, de lacio y encanecido cabello, pequeña, desmolada, frente a una pila de periódicos, que se agotaban rápidamente sino se llegaba temprano. Siempre las consabidas recomendaciones del cuido al cruzar calles, sobre todo, la peligrosa séptima calle poniente, con sus casas de nostálgicos aires señoriales, a ambos lados, que todavía se hacían sentir en el conjunto donde también se alzaba la casa de mis padres.
Voy raudo, pero al atravesar la Novena Calle Oriente, del alto edificio que está justo en la esquina, a una cuadra de la alcaldía de la ciudad, las luces circulantes y multicolores del último piso y la música estridente, anuncian que Bill Haley y sus Cometas, Little Richard, Elvis Presley, Chubby Checker, Dámaso Pérez Prado, Los Billo´s Caracas Boys, y otros más, vuelven a la carga con sus fechorías.
Era el famoso baile de fin de semana de la Sociedad de Peluqueros, donde volaban las sandalias de las domésticas; y los reyes de los talleres de mecánica, sastrería, zapatería; los chóferes de los autobuses y similares, ingresaban olorosos a loción barata, con las gotas de sudor corriendo sobre sus rostros grasientos, luciendo sus engominados peinados. La vestimenta de hombres y mujeres, perfectamente aplanchada, desde su pobreza. Los zapatos relucientes. Y las cadenas de oro, aretes y anillos de plata, que les adornaban, comprados por cuotas, a los voraces y ambulantes comerciantes de joyería.
Pero nada era demasiado para esa tarde de frenesí, donde los solitarios, salían acompañados, con la víctima alucinada o embriagada de tanto ejercicio rítmico, rumbo al otro éxtasis, acaso más salvaje y glorioso, que ocurría en los moteles de las vecindades cercanas, donde los cuerpos se mordían, entrelazaban y penetraban en una furia sexual incontenible, para luego comenzar nuevamente la tediosa semana de trabajo, esperando, una vez más, el desenfreno del sábado.
Y mientras me detenía a contemplar las luces giratorias de esa discoteca improvisada del último piso, escuchaba perfectamente los aplausos, una vez terminaba la melodía, que anunciaba el primer receso. Después aparecía una música de fondo, para luego volver a la varonil y sensual voz de Elvis Presley cantando infinitamente el Rock de la cárcel. Y de pronto irrumpía Glenn Miller, con “In the mood” todavía haciendo vibrar la segunda avenida norte, y elevando la mirada de las personas, que, desde la calle, esperaban el autobús que los llevaría a la zona norte de ese San Salvador que ya no existe.
Mientras tanto, filas de bailarines esperaban aún su entrada, siendo sometidos, los hombres, al tosco registro de los bigotudos vigilantes, que cigarro en la orilla de su boca, efectuaban la correspondiente requisa para evitar que puñales, navajas o para el caso, un revólver o una pacha de guaro, fueran los responsables de una tragedia, que más de una vez, ocurrió sonadamente, en aquella pista de auténtico destape colectivo.
Los vendedores de cigarrillos, dulces y Chiclets Adams, continuaban con sus cajas de madera, colgadas al cuello, ofreciendo sus productos, para que los alientos fueran menos fétidos y reveladores de la cerveza o alcohol, que ya hombres, y algunas mujeres, llevaban entre pecho y espalda a su ingreso a esos mundos raros, como lo pregonaba también alguna ranchera.
A mí siempre me contagió esa energía, esa trasgresión de todas las normas y rigideces, con las cuales se me estaba educando. Me detenía un buen rato, imaginando cómo saltaban esos jinetes y esas damiselas. Cuando ya advertía que se me hacía tarde continuaba mi camino, pasando frente al otrora Liceo Rubén Darío, un viejo caserón de lámina y madera; llegaba a la esquina de la séptima calle poniente, justo donde funcionaba una farmacia y contiguo a ella, observaba la puerta azul del pequeño y estrecho apartamento art déco, provisto de su segunda planta, con hermoso balcón, en cuyo interior, mi tío materno fue encontrado el 68, putrefacto, luego de un encierro alcohólico de semanas, sin duda un trágico mito familiar rodeado de un absurdo misterio, con todos sus cuervos y telarañas posibles.
Arribo al horroroso edificio del Ministerio de Trabajo y sigo por esa calle de viejas arquitecturas donde el tiempo se ha detenido para dar paso a toda clase de mancebías de mala muerte, cantinas, y pocilgas, sitios de cuidado, pero que, todavía duermen el sueño de los justos esperando un par de horas más, para incorporarse a la ajetreada noche del disfrute proletario.
Alcanzo la esquina del parqueo de la tienda Kismet, donde compramos los discos elepé y en un instante ya estoy ubicado frente al moderno edificio, recién inaugurado, de la Lotería Nacional. Desde ahí diviso el local de Diario El Mundo, en cuyas afueras todavía hay una larga fila de canillitas esperando recibir su paquete de periódicos que luego vocearán en todas direcciones. Hay niños, jóvenes y ancianos entre ellos, algunos descalzos. Pero tengo un destino ya casi inmediato. Así, de la esquina de la librería Hispanoamérica, espero que el semáforo encienda su rojo, y camino por el Parque Morazán rumbo al puesto de la viejecita que siempre me vende el periódico. Le doy las monedas. Sin contarlas las vacía en su raído y sucio delantal, mientras apura un trago de café. Lo doblo lo mejor que puedo para evitar arrugarlo, ya que las arrugas en las hojas constituyen pecado mortal para mi padre.
Doy una vuelta al parque, y al regresar, la blanca paloma que se posa sobre la cabeza del caudillo centroamericano me ve asustada y emprende el vuelo. Las repúblicas, severas damas, me expresan un discreto y marmóreo adiós. Y vuelta por las mismas calles.
Al retornar a la esquina opuesta a la Sociedad de Peluqueros, bajo el cortés blanco que nos ofrece una refrescante sombra, escucho ahora a Enrique Guzmán, interpretando “La Plaga”, seguida de “Popotitos”. El ambiente en este marzo de San Salvador es caluroso, tanto así, que permea la suela de mis zapatos. El estrépito musical no cesa. Me compro una minuta, el jarabe se derrama abundante sobre el hielo granizo, se tiñe de rojo, de violeta, de verde, luego la jalea del ácido tamarindo, se vierte como rica miel; espanto a dos abejas que buscan pegarse a esta delicia. Me siento en el borde de los arriates del nuevo condominio, que ocupa el solar dejado por el último terremoto. Sigue la música, pero hay una pausa romántica con Paul Anka, Frankie Avalon y los lagrimosos y humeantes Platters. Un lirismo surrealista en este trópico de jóvenes cuerpos obreros que se estrujan, en la danza, con avidez de caníbales, susurrándose groserías eróticas al oído, mientras lamen cuellos.
Otra vez se me hace tarde. Veo el reloj. Hay que emprender el regreso. Gano la esquina del Colegio Cervantes, prosigo por la segunda avenida norte, y paso frente a la tienda “Sonia” del señor Farfán, compro unos bombones de la Confitería Americana y un chocolate Popeye, doblo la esquina y a casa.
Todavía sigo pensando en los enloquecidos movimientos del salón de baile. Abro la alta puerta de madera, y me recibe la Pringa, saltando, ensalivándome con su larga y rosada lengua, las manos y la cara.
Papá me llama desde su estudio, se voltea de su silla giratoria frente al amplio escritorio, y me pregunta la razón por la cual he tardado tanto; qué dónde putas está el diario y que cuidado lo haya doblado, se lo extiendo. Sin mirarme, lo toma y comienza a leer, me dice que me vaya. Cierro, despaciosamente, la puerta.
Alguien empuja las persianas del fondo que dan al segundo patio, y es mi abuela. Con ojos llorosos dice que nadie le ha servido el café ni su repostería, que a nadie le importa… Y era entonces, la voz de mi madre, desde la cocina, recordándole que ya se lo había despachado, que se acordara, y reía mi abuela con una risa infantil, asintiendo desde el pozo de su proverbial desmemoria, que sí que es verdad, que estaba muy buena, no empalagosa, que seguro es de la Panadería de las hermanas Narváez, allá por el Zanjón Zurita. Sí, decía mi madre, así es mamá. Pero las ancianas Narváez habían muerto hace mil años, y ni el polvo existía ya de la famosa panadería de la infancia y juventud de la abuela. Todavía celebrando el olvido regresaba a su habitación para seguir hablando con un enorme cuadro del Sagrado Corazón de Jesús, su incondicional confidente.
Yo la sigo a ese mundo, su mundo, uno de los mundos más reales que he conocido. Respecto a la música ya iría a escucharla, seguro, el otro sábado.