El día que murió Borges

El día que murió Borges

Por: Álvaro Darío Lara

A Víctor Hugo Granados González

Había bajado muy rápidamente del microbús que me transportaba desde el centro del viejo San Salvador hasta la universidad jesuita donde cursaba mis estudios de Letras. Llegué a la esquina de aquella recordada pizzería (uno de los obligados sitios de francachelas con mis condiscípulos de la carrera) y atravesé corriendo la calle; encendí el Marlboro rojo, lo aspiré como quien se nutre de una poderosa energía, y descendí por los graderíos principales. La universidad se me hacía inmensa, en aquellos tiempos, llegar hasta las aulas magnas a esa hora, cuando la primera clase estaba ya a la mitad era terrible. Irremediablemente me había dormido otra vez. Todo esto no parecía importarle ni a los pájaros que cantaban felices en las altas copas de los árboles, ni a la amable pareja que atendía el chalet a la entrada del recinto universitario, y quien acababa de venderme una caja de cerrillos, ya que el encendedor, otra vez, para variar, lo había olvidado en casa.

Cuando por fin arribé, agitado y sudoroso, pese al agradable frescor de la mañana, con el corazón palpitante, y unos dos cuadernos (en ese tiempo, casi nadie usaba mochilas, la gran mayoría andábamos siempre libres de pesados equipajes, con apenas unos cuadernos, algunos libros y un par de lapiceros) faltaban quince minutos para que el profesor terminara y comenzara la siguiente materia. Desde afuera escuché la gangosa y sonora voz del historiador jesuita, y al asomarme vi a todos mis compañeros anotando hasta los suspiros del padre, en el más riguroso silencio. Así que desistí de ingresar y fui a sentarme en el borde de una de las muchas jardineras próximas al edificio, y encendí otro cigarrillo. En eso estaba, cuando Víctor Hugo, mi mejor amigo, salió de aquel templo del saber rumbo a los baños subterráneos, y viéndome en aquella gran soledad matinal, en medio de la planificada floración, se acercó y sentándose brevemente junto a mí, me espetó de una vez:  -Álvaro, murió Borges.

Hugo sabía cuánta devoción tenía por Borges. Esto sucedía un día después de la partida del gran escritor argentino, ocurrida en Ginebra, el 14 de junio de 1986. Recuerdo que Hugo me había regalado una fotografía de Borges de cuerpo entero, tomada de una revista, y que yo la había pegado sobre cartulina, y la tenía en un lugar visible de mi estudio, el estudio que heredé de mi padre. Con apenas veinte años, ya había leído buena parte de la obra narrativa de Borges, sus famosos cuentos, que me sumergían en ese océano de lo fantástico, lo erudito y lo lúdico y que evidenciaban, gracias a su portentoso lenguaje y maestría técnica, a uno de los grandes autores de todos los tiempos.

Doy infinitas gracias a los dioses por haberlo leído en sus obras, seguido en sus entrevistas escritas y televisivas cuando todavía estaba vivo. Borges respondiendo en periódicos y revistas; en fabulosos documentales donde hablaba del Otro Borges. Rememoro esas respuestas pletóricas de frases chispeantes, ingeniosas, provocadoras, pronunciadas en sus conferencias y al ser abordado por periodistas de todo el mundo.

Por supuesto, en el contexto de nuestra guerra civil, para algunos de mis jóvenes contemporáneos, presas de un agudo fanatismo ideológico y político, Borges era un “facho”, alguien a quien se le reprochaba su inicial simpatía hacia la dictadura militar argentina; igual suerte corría Vargas Llosa, de quien se llegaba hasta afirmar que era un agente de la CIA. Portar sus libros o hablar de ellos en términos elogiosos, era ser visto con peligrosa desconfianza, una actitud compartida desde la muchachada de aspirantes a escritores hasta ciertos círculos de izquierda que presumían de muy intelectuales.

Yo jamás tuve reparos en afirmar, que más allá de las orientaciones políticas de ambos, eran grandes literatos, cuya obra era lo más importante a considerar, no sus declaraciones o adhesiones en ese turbulento mundo de la política. Pero todo el mito del “compromiso del escritor” pesaba todavía mucho. Un compromiso que se entendía como volver la obra propia en un espejo de la militancia y seguimiento incondicional a la revolución local, latinoamericana y mundial.

Yo siempre creí que el compromiso era, ante todo, con la escritura, con la obra, y que nadie debía ser condicionado, ni en temas, ni en estilos, que lo verdaderamente esencial era la coherencia personal y el escribir bien, como decía Hemingway. Lo otro era extraliterario, cuestión de cada quien. Con determinación siempre sostuve que la calidad de la obra no podía ser validada por ninguna causa política, ni siquiera por el tema propio del texto; era, ante todo, un problema que radicaba en el lenguaje, en la capacidad de crear un universo, con los instrumentos propios de la literatura.

Muchos malos escritores de izquierdas o derechas, no sobrevivieron al tiempo. En coyunturas específicas se difundieron ampliamente, se vendieron, pero pasaron. Pasaron porque su trabajo no era nada trascendente, porque se elevaron como frágiles globos de helio gracias a los intereses políticos de la época. Los promovieron como grandes por conveniencia. Pero su falsa grandeza no residía en su obra, sino en el bombo y platillo que los acompañaba. Y en este país, y en el mundo hay elocuentes ejemplos de esto.

Pero Borges había muerto. Hugo se levantó y siguió su ruta al baño. Yo pensé en Carlos Argentino, en Emma Zunz, en los peligrosos barrios del Sur, en el jardín de los senderos que se bifurcan, en la terrible casa de Asterión, en la infinita memoria del infortunado Funes; en los relojes de arena, los tigres, los laberintos, las lenguas universales, la tomadura de pelo a la historia, la risa, los patios, las bibliotecas, los atlas, las enciclopedias, los amores desdichados, el tiempo, la ceguera y la muerte. Y, a pesar de mi juventud, sentí que algo en el mundo, en mi mundo había cambiado. El mundo ya no sería igual sin Borges.

Dos momentos claves llegaron luego: cuando vivencié más intensamente su poesía durante uno de los períodos más turbulentos de mi juvenil vida de entonces; y cuando leí, mucho tiempo después, los volúmenes de sus ensayos, conferencias y, sobre todo, las entrevistas, reunidas en gruesos tomos.

Recuerdo que durante años hubo un rito que repetí, antes de servir mis clases universitarias: entraba a la biblioteca, me recogía en un lugar muy apartado, y durante unos cuarenta minutos, Borges me hablaba de Emerson, de Spencer, de Lugones, de Schopenhauer, de Chesterton, de Faulkner, de Kafka, de Spinoza, y desde luego, de su querido Macedonio Fernández, entre otros. Eran valoraciones, anécdotas, maravillosas consideraciones que emanaban de una mente brillante, en un lenguaje dotado de una cautivadora amenidad y de un inteligentísimo humor. Humor de primera que siempre me ha confortado y llenado de esperanza ante las desolaciones.

Terminé el cigarrillo. Y me fue difícil sonreír y hablar de cualquier banalidad con mis compañeros. Al final del receso, entré a clases, pero la voz del anciano querido no dejaba de reírse de los nacionalismos, de Perón y de la Academia Sueca. No había duda. Un Borges se había ido, pero éste, el inmortal, se quedaba.

Jorge Luis Borges (1899-1986) fue un escritor, poeta, ensayista y traductor.
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