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El Virus – un relato de Trudy Pocoví

El Virus – un relato de Trudy Pocoví

Autora: Trudy Pocoví | Narración |Argentina *

Cuando se empezó a correr la voz que el gobierno iba a lanzar una cuarentena, casi nadie lo creyó.

Lo cierto es que el Presidente sacó un decreto de necesidad y urgencia que impuso el aislamiento social obligatorio a partir de las cero horas del viernes. Una forma elegante de decir estado de sitio, pero sin golpe de estado. Muchos tenían aún fresca en su memoria, la sirena que tocaba a las veintiuna y luego los patrulleros o los vehículos del Ejército recorriendo las calles, todas las calles.

Se garantizaba el comercio y los servicios más esenciales como la recolección de residuos y la inhumación de los muertos, ojo de los que murieran por otras causas que no fuera el virus, a esos, a los infectados los desaparecían, los cremaban quizás, no sé. De eso los medios no hablaban.

Lo primero que hice cuando culminó la transmisión en cadena nacional fue mirar la heladera. Estaba casi vacía porque en casa sólo desayunaba.

Volví a mirar a fin de armar mentalmente una lista… Una leche empezada, tres yogures, pero uno estaba vencido, medio paquete de manteca, un par de manzanas, varias latas y botellas de cerveza nacionales e importadas… Las alacenas estaban casi igual de desprovistas.

Bueno, me calcé una campera, tomé varias bolsas y me encaminé hacia el super de la otra cuadra. No llegué ni a la esquina cuando me paralizó una fila de treinta personas… Casi desisto, pero mañana podría ponerse peor. En la entrada un guardia de seguridad controlaba que salieran dos y entraran dos, que salieran tres y entraran tres, previo rociarte (como se veía en los noticieros de Europa porque aún no teníamos ni idea sobre qué hacer) con alcohol diluido las manos, el calzado, el carrito.

Volví a casa tres horas después. Gasté el doble de una compra común. En los días siguientes el gobierno habilitaría también una línea telefónica gratuita para denunciar estos abusos en los precios. Más adelante, otra línea para denunciar a quienes no cumplían la cuarentena. Si mi abuela viviera, se acordaría de Berlín, la Gestapo y las denuncias contra los judíos. Todas esas historias que su madre le había contado y ella repetía, cada tanto, una y otra vez.

Mi departamento tenía solo cuarenta y seis metros cuadrados incluido el balcón, octavo piso, letra D; la vista no era buena, pero alcanza si uno pasa la mayor parte del día fuera, pero para cuarentena… agobiaba.

El fin de semana pasó tranquilo, pero para el martes ya estaba harto de comer los paquetes de arroz y fideos a los que bastaba cocinar con agua y aceite.

A los diez días comenzaron a escasear las frutas y verduras. Al parecer los quinteros estuvieron más expuestos o se cuidaron menos y había una baja importante entre ellos.

A pesar de las precauciones, las cifras iban en aumento.

El día diecinueve de la cuarentena, el Presidente anunció que se prolongaría por veinte días más ¡de locos! Y luego, otros veinte más…

Yo ya no sabía cómo sentarme ni que mirar. Al principio todo bien, uno se ponía al día con las series o pelis que no había podido ver, pero luego comenzaban a repetirse y a repetirse. Las redes sociales fueron una distracción importante, era la única forma de mantenerse en contacto con otro humano, más allá de los saludos de balcón a balcón. Pero como era lógico, a la larga la telefonía celular también colapsó y no daban esperanzas de resolverlo pronto.

Internet expiraría el día cincuenta y siete, así que ya ni series ni juegos en línea eran posibles.

El matrimonio de al lado discutía cada vez con mayor frecuencia y violencia. Se gritaban de todo y se reprochaban cosas atroces. El hijo, de unos siete años, lloraba a gritos, pataleaba y tiraba cosas. Quería a sus amigos, ir a la plaza, pasear en bici. Una vez se escapó por el pasillo, pero lo alcanzaron antes que llegara a las escaleras.

A los abuelos de enfrente los dejé de ver al poco tiempo, eran grandes, los más expuestos, así que supuse lo peor.

Intenté seguir los consejos que otrora había recibido y aun guardaba almacenado en el celular: bañarse, afeitarse, llevar adelante una rutina de ejercicios en casa, salir al balcón y respirar aire fresco al menos dos veces por día, tomar sol, encontrar alguna manualidad interesante, leer, pero no tenía más que tres o cuatro libros en casa…  Eso no duró mucho.

Intentaba salir lo menos posible. El super mantenía un stock razonable de mercaderías esenciales pero cada vez había menos gente. Iba y volvía en media hora. Eso empezó a asustarme.

Sin embargo, las noticias no hablaban de un aumento significativo de infectados o muertos. Al menos no ingresaban en los hospitales habilitados para atender la pandemia.

A las seis o siete de la noche todo quedaba a oscuras, habían eliminado el alumbrado público para ahorrar energía. A partir de la medianoche, en algunas ciudades el apagón era general.

A la primera que extrañé fue a Marcia. Luego a mis padres. Una noche me acordé de mi hermano. Hacía tanto que no nos hablábamos. Y no nos hablaríamos más. La última noticia que tuve es que trabajaba en Barcelona. Quizás ya estaba muerto e incinerado.

De noche ya no dormía. Caminaba a oscuras por el cuarto, pateaba almohadones, trataba de embocar tapitas de cervezas en distintos vasos a la distancia, hacía rebotar una pelota de tenis en las paredes total ¿quién iba a venir a decirme algo? Ya no escuchaba más al matrimonio de al lado. O él la mato o se enfermaron.

El día cincuenta y nueve, el Presidente, demacrado y envejecido, anunció la extensión del aislamiento social obligatorio por treinta días más. Solo dijo eso. No más. Ni esperanza en una pronta salida ni gestos o palabras de aliento.

¡Era una eternidad! Salí al pasillo y empecé a golpear puerta por puerta, a patearlas, sin obtener respuestas, bajé así uno y otro piso… ¿qué? ¿no había nadie? ¿nadie respondía? ¿estaban todos muertos, sordos, cagados en sus patas?

Salí a la calle. Empecé a caminar hacia el centro esperando que un policía o un gendarme me detuviera, me hablara ¡cómo extrañaba la voz humana! ¡una puteada al menos!

En varias esquinas se amontonaban bolsas de basuras rotas por los perros callejeros, papeles, botellas, objetos de multiforme y variados colores y tamaños que rodaban por el asfalto. No. No había patrullas. No. No había luz tampoco en ninguna ventaba. De pronto me pareció escuchar el llanto de un bebé, corrí loco de estupor o alegría, pero eran unos gatos disputándose el territorio.

El cielo estaba estrellado. La luna, en cuarto creciente.

Caminé hacia el puerto, el casino, el shopping montado en los viejos e inútiles diques. Los yuyos en los canteros alcanzaban el medio metro de altura. El cartel de la casa de hamburguesas chirriaba descolgado por algún fuerte viento, el estacionamiento vacío parecía una inhóspita plaza de cemento y negrura; un silencio pegajoso, anhelante, me inundaba junto a un olor a podrido que no era de peces, que no era de comida en mal estado. Un olor fétido como de rata muerta o cementerio.

Me trepé a una baranda. Abajo se amontonaban cosas que no alcanzaba a distinguir pero que despellejaba una jauría hambrienta. Relumbraban a lo lejos, lamidos por la luz menguada de la luna … cosas apiladas contra los hierros y escombros que descubrió la bajante del río y que se parecían a los ojos saltones del vecino del 4° F… o a los dijes de la pulsera de la señora de la vuelta.

De pronto, el brillo de algo me recordó esos huesos que nuestro perro desparramaba por el patio los domingos de asado…. me recordó a los abuelos, a los tíos, el aroma de los azahares, el dulzor de las naranjas. Fue como una puñalada de nostalgia.

No sé por qué conservaba apretada en la mano la pelota de tenis. Sin pensarlo alcé el brazo, la lancé al vacío y corrí tras ella.

Era gracioso. Todo el mundo se preocupó y tomó medidas para que el virus no nos matara y la verdadera muerte, estuvo siempre puertas adentro.

Sobre la Autora

Trudy Pocoví

Gertrudis María Pocoví, mejor conocida como Trudy Pocoví, nace el 27 de diciembre de 1960, entre 1992 y 1993 coordinó el Taller Literario para Jóvenes dependiente de la Subsecretaría de Cultura de la Municipalidad de Santa Fe. Actualmente es presidente de la Asociación Santafesina de Escritores (A.S.D.E).

Entre su obra publicada se encuentra: “la Casa de los Amos” (1994 cuentos), “El cazador de moscas” (1995, cuentos) “Jirones de nada” (2001, poesía) y “La plomada de Don Vitto” (2004, cuentos) . A lo largo de su vida ha sido condecorada con diferentes premios literarios, entre los que destacan: Premio Municipalidad de Santa Fe y Premio XV Fiesta Nacional de las Letras en 1985; Premio “Mateo Booz” para escritores jóvenes de la A.S.D.E. y Premio “Julio Migno” de la Universidad Católica y el Premio “Santa Gertrudis” de la Asociación de Escritoras Católica.

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