
Memorias de un niño sobre la vida y el más allá
Javier Iraheta | El Salvador
En la casa de la abuela Berta (Agosto, 2020)
Los árboles de mango y de marañón, las palmeras de coco, la brisa que movía las ramas de los árboles, el calor de la zona costera y el sonido del mar a lo lejos. En medio del solar una pequeña casa de lámina donde pasaba algunos fines de semana y cada vacación durante mi infancia; La casa de la abuela.
-Quiero orinar- le dije a mi abuela en una de las muchas noches que me quedé en su casa, estaba junto a ella en su cama; se levantó y me llevó de la mano fuera de la casa, mientras con la otra mano llevaba una lámpara para alumbrar en medio de la oscuridad. No recuerdo cuantos años tenía.
Aun la recuerdo enrollando su trenza de cabello y colocándose su mantelina blanca antes de empezar su faena diaria. Mi abuela “palmiaba”, es decir, tenía una venta de tortillas que por años había alimentado a su familia. Siempre que llegábamos la encontraba frente al comal con el calor abrazador de la leña y el humo sofocante.
-Este hijo de “toño” no me dice “mama” como los demás, ni “abuelita” no que abuela- decía con cierto tono de molestia. Porque así era ella, muy franca para decir lo que pensaba. Amaba pasar mis semanas libres en su casa, me encantaba hacerle los mandados a la tienda porque siempre me daba una recompensa monetaria.
–Toma un tostón para que te compres una golosina- me decía luego de explicarme que quería que le comprará. Y si barría las hojas del solar también había dinero.
-Come más, todo seco estás- me solía decir mientras me ponía una tras otra tortilla calientita, recién sacada de su comal. Siempre la recuerdo trabajando, lavando su maíz, cociéndolo, yendo al molino, regresando con la masa, encendiendo el fuego, echando las tortillas y vendiéndolas, almorzaba y repetía el proceso.
Era una mujer luchadora, en más de una ocasión le ayudé a llevar el maíz y era realmente pesado y pensaba -¿Cómo hace mi abuela para aguantar este peso?- y cuando su fuerzas menguaron disminuyó la carga pero no se detuvo hasta que su cuerpo realmente ya no se lo permitió.
Ser el visitante me hacía sentir bien porque no era disciplinado como mis primas y primos. Era una mujer de carácter animoso y se imponía. Así debía ser, pues por años fue la cabeza de aquel hogar donde convergían mis tías, mis tíos, mis primos y mis primas. –Mire mama lo que hizo este fulano- le ponían queja a mi abuela mis tías de sus propios hijos. ¡Ella era la autoridad de aquella casa donde se habían vivido mil historias!
No recuerdo que mi abuela fuera una mujer tan devota de las muestras de afecto, pero sí sé que sabía amar y dar todo por quienes amaba. La verdad es que la vida le había enseñado a ser una mujer de carácter, el sufrimiento le había dado una personalidad dominante para mantenerse en pie. Fue una mujer que nació y se crió en una sociedad donde ser mujer le traía serias desventajas. Su vida sufrida desde la infancia la había moldeado como esa mujer que era.
Aun la veo sentada en la sala de mi casa llorando de preocupación después del terremoto de 2001. Se vino hasta la casa preocupada, creyendo que en este “hoyo” de colonia donde vivimos podíamos quedar soterrados. Vio que estábamos bien y se retiró. Mi abuela no necesitó en aquel momento dejarme sin aire por un abrazo, apretarme los cachetes o llenarme de besos. Nos demostró un gran amor en aquella ocasión.
Todo ese amor se reflejaba en aquella mujer luchadora, incansable y fuerte que crió hijos y nietos; que soportó la muerte de mi abuelo, de tres hijos y de nietos. Qué dejó gran parte de sus fuerzas en los campos de cultivo de algodón; que agotó las fuerzas de sus piernas, sus brazos, sus pulmones y sus riñones frente a la llama abrasadora de la leña quemándose bajo el comal.
Por eso cuando en mi última visita a la casa de mi tía, donde la cuidaban, y tuve que ayudarle a poner su mano en el respaldar de la silla de rueda mientras conversábamos en un círculo, no pude evitar recordarla como esa mujer fuerte que terminó agotando sus energías para tener su ranchito y platos de comida en la mesa. Sabía que esa mujer maravillosa seguía allí pero su ardua vida le había pasado la factura. Ya no tenía la energía para madrugar para sus quehaceres, para llevar cargas pesadas sobre su cabeza cubierta de cabello entrecano, para halar una carreta llena de leña o para usar el hacha. Pero era la misma mujer de la cual heredé el apellido Iraheta y que porto con orgullo y dignidad, así como llevo su sangre heredada por mi padre.
Ahora, cuando la vi por última vez antes de volver a la tierra, entre lágrimas le dije ,aunque no me podía escuchar, -aquí estoy abuela, viéndola por última vez con amor así como usted me vio cuando atendió a mi mamá para que yo viera la luz por primera vez-. Le agradecí por todos los tostones que me dio para ir por golosinas, por aconsejarme comer más, por todos esos días en que fui un invitado en su casa y por enseñarme el poder de una matriarca.
Cómo es posible que una mujer como mi abuela no sea recordada, qué su vida no pase a ser retratada en una biografía, si su vida fue singular, cómo no puede tener los méritos de otros más afortunados de esta sociedad tan desigual, tan desigual que hasta le negó su propio nombre, Alicia Marcela Iraheta, por años.
Una mujer como ella merecía biografías o una magnánima novela. Por eso aporto un poco, escribo este pequeño texto para que aunque sea una persona sepa que alguien sí la piensa, la recuerda y la lleva en las venas hasta que vuelva a la tierra también.

Mi abuelo Eladio me hizo llorar en dos ocasiones distintas. (Enero, 2025)
La primera vez que mi abuelo me hizo llorar fue cuando era un niño, tan pequeño que no lo recuerdo. Mis padres me cuentan que cuando nos visitaba, yo caía en un llanto descabellado. Dice mi mamá que mi abuelo le decía: -Hija, ya no te voy a visitar porque este niño mucho llora cuando vengo.
Quien sabe porque un niño tan pequeño lloraba, creo que tiene mucho que ver con la rudeza de mi abuelo. El era un señor de esos de antes, rudos. Tengo muy pocas memorias de una relación de abuelito y nieto, bueno… yo me ponía a llorar. Mi mamá me cuenta que me hizo un pequeño corral con palitos de madera.
Las anécdotas con él durante mi vida son peculiares, no son de cariño entrañable. Una vez me regaló un reloj, y como yo lo usaba con ropa formal y en esa ocasión no lo andaba, yo le expliqué mis causas, entonces me dijo que tenía que aceptar nuestra condición de pobre, -Somos pobres y nos vestimos como pobres. Me dijo.
Cuando trabajaba en San Salvador dormía en nuestra casa, entonces en una de esas temporadas quemó un plato de mi mamá porque lo agarró de cenicero.
En otra ocasión me dijo que los mentirosos no heredarán el reino de los cielos, mi mamá no llegó a visitarlo y ella le había dicho que llegaría.
Otro recuerdo que tengo es de la vez que bajo una fuerte lluvia mi abuelo llevaba a mi hermano Carlos en los hombros y yo iba corriendo a la par, nos agarró la tormenta cuando íbamos al entierro de una primita. Entonces, que sale mi abuela, la mamá de mi papá y le dice:
-Mire como va mojando al niño, (mi hermano), no ve que se va enfermar- Mi abuelo no le contestó y seguimos corriendo. Pero me dijo: -Tu abuela es bien enojada- aquello me dio risa porque él también era enojado.
Siempre había que revisarle el teléfono para los tonos, el volumen, y borrarle los mensajes de sus conquistas. Eso sí, muy rudo y todo, pero le gustaban las novelas. Constantemente me molestan con eso porque a mí también, -Igual que tu abuelo sos de novelero-
Cuando alguien dice que no puede hacer algo, imitamos su voz, a él no le gustaba un no por respuesta.
Ahora bien, la segunda vez que me hizo llorar no fue su muerte, sino que con su enfermedad perdió esa dureza que le caracterizaba. Había evitado verlo porque no soy muy bueno para acompañar a personas que sufren, sin embargo, una extraña necesidad me motivó. Así, lo vistamos el 1 de enero.
Cuando lo vi en su silla plegable fue como un extraño golpe en el pecho, es raro de describir, pero me provocó una especie de escalofrío. De pronto, les dijo a mi mamá y a mi tía Lupe -Ya no quiero estar aquí- esa era su voz, dura y ronca. Allí seguía mi abuelo, fuerte y luchador ante tan dura batalla física.
Luego, nos acercamos a él, para orar como acostumbramos con los enfermos. Escuchaba que oraban por sanidad, pero les soy honesto… yo no oré por eso; aquella agonía me motivó a suplicar por el descanso ante semejante penuria.
Cuando llegó el momento de retirarnos me puse frente a él para despedirnos, ese fue el segundo momento en que mi abuelo me hizo llorar. Con honestidad les digo que nunca me había quebrado así. Es extraño porque con el abuelo nunca tuve una relación tan cercana pero cuando clavamos las miradas sentí muchas emociones encontradas. No sé si me reconoció, pero su mirada fue certera y se clavó en la mía. Entonces, no pude controlarme y lloré en su pecho. Fue como una extraña explosión de pérdida e impotencia ante la vida.
El Reverendo Hugo Rogel decía que permanecemos a través de los descendientes, y pienso que no sólo de manera genética, viene una parte espiritual y de la esencia de la vida que queda en nosotros. Ahora reflexiono que esa parte de él en mí, la reconoció cuando lo vio postrado. Hoy que ha pasado de esta vida física, una parte de él permanece en mí y todos sus nietos.
A su manera sabía querer, le era difícil expresarlo con palabras. Cuando alguien fallece tendemos a dignificar a las personas. Pero, él era un ser humano como todos con su virtudes y defectos. Ojalá permanezca en mí su obstinación y lucha.
Muchas personas reniegan de sus orígenes, pero creo que no es correcto. Yo pienso que una parte de mis habilidades tienen que depender de mi abuelo. Pues, él no tuvo las mismas posibilidades, ¿Quién sabe que habilidades no pudo desarrollar y yo las llevé a cabo? Nunca lo sabré, pero estoy aquí porque él formó parte de esa cadena interminable de la vida.
Hace unos meses cuando aún no había enfermado nos preguntó – ¿Y por qué se muere la gente pues? Eso quiero saber-. Aquel era un momento inoportuno. Una de mis tías le contestó, no sé si la respuesta le fue útil. Pero, deseo de corazón que encuentre la respuesta que yo no le pude dar. Fui su primer nieto, y puedo decir que mi abuelo se llamó Eladio Reyes, o como le decíamos, el abuelo Layo.
