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Memorias de un niño sobre la vida y el más allá

Memorias de un niño sobre la vida y el más allá

Javier Iraheta | El Salvador

Los árboles de mango y de marañón, las palmeras de coco, la brisa que movía las ramas de los árboles, el calor de la zona costera y el sonido del mar a lo lejos. En medio del solar una pequeña casa de lámina donde pasaba algunos fines de semana y cada vacación durante mi infancia; La casa de la abuela.

-Quiero orinar- le dije a mi abuela en una de las muchas noches que me quedé en su casa, estaba junto a ella en su cama; se levantó y me llevó de la mano fuera de la casa, mientras con la otra mano llevaba una lámpara para alumbrar en medio de la oscuridad. No recuerdo cuantos años tenía.

Aun la recuerdo enrollando su trenza de cabello y colocándose su mantelina blanca antes de empezar su faena diaria. Mi abuela “palmiaba”, es decir, tenía una venta de tortillas que por años había alimentado a su familia. Siempre que llegábamos la encontraba frente al comal con el calor abrazador de la leña y el humo sofocante.

-Este hijo de “toño” no me dice “mama” como los demás, ni “abuelita” no que abuela- decía con cierto tono de molestia. Porque así era ella, muy franca para decir lo que pensaba. Amaba pasar mis semanas libres en su casa, me encantaba hacerle los mandados a la tienda porque siempre me daba una recompensa monetaria.

–Toma un tostón para que te compres una golosina- me decía luego de explicarme que quería que le comprará. Y si barría las hojas del solar también había dinero.

-Come más, todo seco estás- me solía decir mientras me ponía una tras otra tortilla calientita, recién sacada de su comal. Siempre la recuerdo trabajando, lavando su maíz, cociéndolo, yendo al molino, regresando con la masa, encendiendo el fuego, echando las tortillas y vendiéndolas, almorzaba y repetía el proceso. Era una mujer luchadora, en más de una ocasión le ayudé a llevar el maíz y era realmente pesado y pensaba -¿Cómo hace mi abuela para aguantar este peso?- y cuando su fuerzas menguaron disminuyó la carga pero no se detuvo hasta que su cuerpo realmente ya no se lo permitió.

Ser el visitante me hacía sentir bien porque no era disciplinado como mis primas y primos. Era una mujer de carácter animoso y se imponía. Así debía ser, pues por años fue la cabeza de aquel hogar donde convergían mis tías, mis tíos, mis primos y mis primas. –Mire mama lo que hizo este fulano- le ponían queja a mi abuela mis tías de sus propios hijos. ¡Ella era la autoridad de aquella casa donde se habían vivido mil historias!

No recuerdo que mi abuela fuera una mujer tan devota de las muestras de afecto, pero sí sé que sabía amar y dar todo por quienes amaba. La verdad es que la vida le había enseñado a ser una mujer de carácter, el sufrimiento le había dado una personalidad dominante para mantenerse en pie. Fue una mujer que nació y se crió en una sociedad donde ser mujer le traía serias desventajas. Su vida sufrida desde la infancia la había moldeado como esa mujer que era.

Aun la veo sentada en la sala de mi casa llorando de preocupación después del terremoto de 2001. Se vino hasta la casa preocupada, creyendo que en este “hoyo” de colonia donde vivimos podíamos quedar soterrados. Vio que estábamos bien y se retiró. Mi abuela no necesitó en aquel momento dejarme sin aire por un abrazo, apretarme los cachetes o llenarme de besos. Nos demostró un gran amor en aquella ocasión.

Todo ese amor se reflejaba en aquella mujer luchadora, incansable y fuerte que crió hijos y nietos; que soportó la muerte de mi abuelo, de tres hijos y de nietos. Qué dejó gran parte de sus fuerzas en los campos de cultivo de algodón; que agotó las fuerzas de sus piernas, sus brazos, sus pulmones y sus riñones frente a la llama abrasadora de la leña quemándose bajo el comal.

Por eso cuando en mi última visita a la casa de mi tía, donde la cuidaban, y tuve que ayudarle a poner su mano en el respaldar de la silla de rueda mientras conversábamos en un círculo, no pude evitar recordarla como esa mujer fuerte que terminó agotando sus energías para tener su ranchito y platos de comida en la mesa. Sabía que esa mujer maravillosa seguía allí pero su ardua vida le había pasado la factura. Ya no tenía la energía para madrugar para sus quehaceres, para llevar cargas pesadas sobre su cabeza cubierta de cabello entrecano, para halar una carreta llena de leña o para usar el hacha. Pero era la misma mujer de la cual heredé el apellido Iraheta y que porto con orgullo y dignidad, así como llevo su sangre heredada por mi padre.

Ahora, cuando la vi por última vez antes de volver a la tierra, entre lágrimas le dije ,aunque no me podía escuchar, -aquí estoy abuela, viéndola por última vez con amor así como usted me vio cuando atendió a mi mamá para que yo viera la luz por primera vez-. Le agradecí por todos los tostones que me dio para ir por golosinas, por aconsejarme comer más, por todos esos días en que fui un invitado en su casa y por enseñarme el poder de una matriarca.

Cómo es posible que una mujer como mi abuela no sea recordada, qué su vida no pase a ser retratada en una biografía, si su vida fue singular, cómo no puede tener los méritos de otros más afortunados de esta sociedad tan desigual, tan desigual que hasta le negó su propio nombre, Alicia Marcela Iraheta, por años. Una mujer como ella merecía biografías o una magnánima novela. Por eso aporto un poco, escribo este pequeño texto para que aunque sea una persona sepa que alguien sí la piensa, la recuerda y la lleva en las venas hasta que vuelva a la tierra también.

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